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¡NO ESTABAN MUERTOS!


Y consiento en mi morir
con voluntad placentera,
clara y pura,
que querer hombre vivir
cuando Dios quiere que muera
es locura.
(JORGE MANRIQUE - Coplas por la muerte de su padre)


Marco Martos me contó el año pasado que el esposo de María Emilia Cornejo, en los días posteriores al suicidio de su mujer, confesó sentir odio por la poesía, la cual –según el viudo y en un momento comprensible de sufrimiento- fue la única culpable de la terrible decisión de esta joven poeta sanmarquina. Martos fue maestro de ella en el Taller de Poesía que fundó, junto con Hildebrando Pérez, allá por la década del setenta. La muerte de María Emilia aconteció en 1972.

Así como ella, antes tuvo que partir Javier Heraud. Era 1963 cuando, como guerrillero, murió abatido a balazos en el río Madre de Dios. Haciendo correr los almanaques, otro deceso me viene a la mente: la desaparición física de Luis Hernández en el año 1977, en Santos Lugares, Argentina.

Tres poetas peruanos que escaparon de la vida terrenal sin haber pasado de los treinta y cinco años. Hernández se despidió a esa edad y su legado más importante es el conjunto de cuadernos con poemas y dibujos; todos trazados con plumón. Cuadernos de minuciosa policromía, sin duda. Sobre su deceso, la versión oficial asegura que murió arrollado por un tren en plena dictadura de Videla. De profesión médico, a Hernández se le recuerda mejor como artista y como uno de los escritores más creativos de una “generación de sobrevivientes”, como ha denominado el propio Marco Martos a la generación del 60.

A ella también perteneció Javier Heraud, el artífice de la fusión entre poesía pura y poesía social (tema de amplia discusión por los hombres de letras en aquellos tiempos), quien logró acoplar a su imagen de poeta intelectual la del luchador social, motivado por el idealismo cubano. A su profuso afán de culturización le sumó un asombroso ritmo de lecturas. Es de esa manera como lo recuerdan muchos de sus compañeros vivos, incluyendo Martos.

Heraud, perteneciente a una familia acomodada y, a pesar de ello, militante del Ejército de Liberación Nacional del Perú, se convirtió luego de su muerte en todo un héroe popular; motivo por el cual en la actualidad muchos colegios llevan con orgullo su nombre. Ganador, en 1961, del Primer Premio del concurso El Poeta Joven del Perú, publicó en vida los poemarios El río y El viaje. Miembro emblemático de la generación del 60, entrañable amigo, hijo cariñoso, joven romántico, Heraud se reía de la muerte y esta significaba para él lo mismo que la poesía: nada más que la redención del hombre.

El compromiso social no le fue indiferente a María Emilia Cornejo. En su breve pero sustancial obra había escrito de sí misma que era “la muchacha mala de la historia” y le dio singular voz de protesta a la poesía peruana hecha por mujeres. En sus versos, ella no se cubría con velo y gritaba con rabia su rol de mujer sumisa, de mujer prostituida, a veces con ternura, otras tantas con dolor. Pero la preocupación social era lo que la motivaba. “Mi país no es un mapa de color amarillo, marrón y verde” (por las tres regiones naturales), sino un lugar en el mundo en que la explotación se perdona y se institucionaliza. Y María Emilia se posicionaba totalmente en contra de ello.

Así, la muerte se lleva a quienes queremos, a quienes admiramos. Se lleva a todos: a María Emilia, la muchacha mala de la historia, a Javier y su palabra de guerrillero, y a Lucho, quien nunca tuvo felicidad pero, en cambio, algunas veces la perdió.

No obstante, la muerte sigue viviendo.

Jerson Pérez
Lima, julio de 2006.